El guarda y el furtivo


Hay un guarda por los montes de Sierra Morena que no permite se maten venados durante la berrea, y hay gente que acuden por la guardería, bien para sacar cuartos o porque van de finca en finca, incluso acompañados por la propiedad, recechando los mejores ciervos y por ello, cuando celebran la montería, es difícil que las armadas consigan los buenos venados que, días antes, abatieron aquellos que lo quieren todo para ellos.

—¿Acaso conoce usted a ese guarda? —preguntó Filigrana. Candiles, vaciló unos segundos, miró el portillo de parte a parte, y dijo: —Pues, sí, muchacho. Le conozco desde aquel día que mi madre me abandonó cerca de su choza y se marchó con otro hermano mio acabado de nacer y desde ese día anduvo pendiente de mi careo para que nadie me molestase, enseñándome a cortar por los tarajes de las barrancas hasta perderme en el negror de las manchas. Yo era un varetillo que tenía mucho que aprender en los montes…—. Sin poderlo remediar, unas lágrimas aparecieron en sus ojos. —Creo señor, que nunca le había visto llorar delante de mí —dijo en voz baja. —Intento no hacerlo, pero es difícil olvidar cuando me dejó solo, pidiéndome disculpas con la mirada y me oculté a la sombra de unas rocas, obligado a huir sólo ante cualquier movimiento extraño.
Candiles se emocionó recordando a ese guarda que le acogió de pequeño
No tardaría aquel hombre en acercarse hasta donde yo me ocultaba, subido en su yegua, sin que nadie le metiera prisa y durante años supo cuidar que otros no me pusieran un dedo encima y permanecía pendiente de mi careo, por lo recechado que estaba entre los cazadores de Andújar. —¡Para él, su amigo soy yo! —Me gustaría conocerle —insinuó Filigrana. —Cuando le visitemos uno de estos días, nos acercaremos despacio hasta la tapia de piedra de su choza y, con las cuernas inclinadas en su presencia, con una expresión resignada, sin emplear palabras, permaneceremos impasibles ante su presencia de valiente serreño, y recordaré largos tiempos de pesadillas y situaciones inolvidables. —O sea. ¡Qué posiblemente podré conocerle! ¿Verdad? —Y ¿por qué no? Cuando me sea posible y no haya monterías por los cerros de Cardeña. Y deseo referirte —porque si yo no lo cuento, nadie sabrá como él me cuidaba —que algunas mañanas cuando yo dirigía mis pasos hacia los senderos que llevan hasta la solana de los manchoncillos de espliego, desde donde me divisaba por el pecho de enfrente, jamás me molestó, ni dijo nada a nadie, y al alejarse con la escopeta al hombro, desparramaba por la senda un puñado de bellotas dulces, para que yo me las comiese, registrando más tarde la lobera cercana, por si el bicho estuviese allí encamado y no me diese un berrinche.
A lo lejos pastaban venados en piarillas, garabateados de cualquier parte del serrallo, acercándose para beber en las claras aguas de colorines y bandos de tortolillas bebían también sobre el mismo sorbo, y seis rayones hozaban en el barrizal del impenetrable chaparral. Filigrana, dijo en tono significativo: —Pienso que seguramente la suerte y el buen trabajo de sus escuderos le habrán salvado de todos los peligros, manteniéndose unidos en cuantos lances les pilló desprevenidos. —Si tú supieras… —contestó Candiles— gracias sean dadas a San Huberto, de que todavía esté a salvo. No conviene que nos alarmemos por lo que tenemos que carear al amparo del monte, sin dejar rastros en laderas tortuosas que nos corten las carreras del arrollón inesperado de los perros. —Por supuesto que sí. El atardecer se fue alejando por encima de los collados más lejanos, mientras los ojos del vareto se pusieron en guardia, dejando descansar a Candiles, bajo su protección. No se mostraba nervioso sino que permanecía en silencio, cuando de repente apareció ante ellos la peluda figura de un jabalí para avisarles del peligro que corrían si llegaban hasta allí abajo, por donde caminaba inquieto el cazador Felipe Lara El Trapi, deseoso de dar con los rastros del ciervo Candiles y que, antes de subir a la sierra, había dicho en Andújar que en esta ocasión lo bajaría entero hasta la mismas puertas de la Sociedad de Cazadores.
La suerte y los escuderos habían mantenido a Candiles con vida
Y se alejó sin rechistar, lo que nos permitió salir pitando a trotecillo lento, después de mirarnos fijamente, mientras sus ojos se movían frenéticamente y le chorreaba espuma por la boca como a un perro rabioso. -Recuerdo Filigrana, que mi madre me advirtió en cierta ocasión, que si ese escopetero de Lopera me apretase, echaría las tripas fuera. —No creo, maestro, que tenga cojones para apuntar la escopeta delante de usted y no se preocupe que le regatearé con mis saltos, tantas veces como me lo permitan las patas, hasta que usted esté fuera de su alcance. —No tienes buena cara, muchacho. ¿Qué te ocurre? —Tengo un poco de diarrea —contesto el escudero— llevo el cuerpo descompuesto y ando algo mareado. —No te preocupes. A lo mejor tenemos suerte y le damos esquinazo tan pronto alcancemos los canchales de ese espesar. De pronto, le pareció escuchar a El Trapi, el rodar de varias piedras cuando jalaba un manchón del camino y retrocedió unos pasos, al tiempo que vio pasar a Filigrana, justo frente a las matas que le ocultaban y después pudo ver la silueta de Candiles. Notó que el corazón le latía en los oídos y cuando apuntó el arma, la niebla se lo tragó. Escuchaba su carrera, pero no podía verle…
Comparte este artículo

Publicidad