El verdadero hombre de campo, en peligro de extinción

Hace unos días vino a verme el nuevo guarda forestal que lleva esta zona, adscrito a Medio Ambiente. Tomaba el relevo a un compañero que se jubilaba y hacía una visita de cortesía a la única persona que, en la zona, sigue viviendo en el campo.


Se presentó y comenzamos a hablar, y me dice: «Eres la única persona de estos contornos que vive aún en el campo». Yo le respondí, por querer ser original, que en verdad, de una forma u otra, todos vivíamos en el campo, ya sea dentro de una ciudad o de un pueblo como Calañas, a unos kilómetros de aquí, porque un pueblo e incluso la ciudad más grande está rodeada de campo. —Bueno, ya sabes a qué me refiero —dijo el guarda. —Sí, claro que sí, pero es normal. La gente no quiere incomodidades, no le gusta el campo como a mí, y en cierto modo nadie quiere ser un presunto delincuente. Ante esta afirmación, mi interlocutor se apresuró a pedirme que me explicara. —No tengo mucha confianza con usted, pero se lo voy a explicar porque es lo que pienso y no tengo nada que esconder: yo vivo aquí porque quiero y puedo porque los propietarios de la finca me lo permiten. Ahora bien, todo lo que hago, o sea vivir, está condicionado por unas leyes que a lo mejor no estaban pensadas para mí, pero que me afectan. Le pongo ejemplos: desde junio hasta que llueve no enciendo la chimenea porque la Ley lo prohíbe por riesgo de incendio. Así que en estas fechas utilizo la cocina de gas. No puedo arrancar ciertas matas silvestres que a lo mejor me estorban para hacer un encerrado para las cuatro ovejas que tengo, o mi perro o yo mismo no puedo darle un mordisco mortal o un escopetazo al meloncillo de turno —especie protegida— que se empica a comer mis gallinas, que como ve, campean de día a sus anchas y que recojo de noche porque me quedaría sin ninguna en tres días, dada la cantidad de predadores que hay por ahí. —Hombre, me pone ejemplos muy límites. —Reales y habituales. Lo que pasa es que ni usted ni yo nos vamos a poner tiquismiquis y no nos vamos a tomar la ley al pie de la letra pero, si se fija, todo lo que hago es supuestamente ilegal. Mire, para sembrar la media hectárea de grano que siembro delante de la casa tendría que pedir permiso, y para cortar aquella encina del carril que se ha secado. No lo hago porque me supone un gran esfuerzo y considero que no hace falta, pero debería tener el permiso porque a lo mejor un día alguien me lo pide… —Tío Calañas… No se haga la víctima, que sabe que esa guerra no va con usted. —A lo mejor lo mismo le dijeron a aquel pastor de Sierra Nevada multado por coger manzanilla silvestre. Yo ya le aviso que zarza que prolifere en el huerto la voy a arrancar de cuajo y en junio voy a coger bastante poleo para hacer mis queridas habas enzapatás, matorrales silvestres protegidos, y si quiere le enseño un manojo de poleo viejo y seco que tengo aún en la cocina. —Venga ya, tío Calañas, no se ponga estupendo. —Hace unos meses vi en el pueblo a un viejo amigo apicultor, y me contaba que desde que entran en la Península, o sea desde mayo, tiene encima de sus colmenas un bando de abejarucos que no las deja salir y la que sale se la comen. Antiguamente los espantaba con dos escopetazos, pero ahora no se atreve por miedo a una denuncia millonaria. Lo comunicó en Medio ambiente y le dijeron que colocase una malla pajarera, por supuesto con su dinero, como si las abejas no buscasen el polen fuera de la jaula. ¿Qué tendría que hacer mi amigo, enjaular tres o cuatro hectáreas de campo? Y aunque quisiera hacerlo, tampoco se lo permitirían. Otro amigo sembraba hace unos años unas hectáreas de trigo en lo mejor de su finca que luego vendía a un pastor y sacaba un dinerillo. Pues ya no lo hace porque la última siembra se la comieron los ciervos y cuando fue a reclamar a Medio Ambiente le dijeron que, de su bolsillo, tendría que haber instalado un malla cinegética, lo cual vale más el collar que el perro, y ha dejado de sembrar, siembra que además aprovechaba toda la fauna. Lo que quiero decir es que quien hoy día está en peligro de extinción es el hombre de campo, el que de verdad vive del campo y en el campo, pues cualquier cosa que haga para proteger sus intereses será contrario a la ley porque casi todos los animales tienen hoy más derechos que él. Es muy bucólico ver en el campo una chimenea humeante todos los días del invierno, escuchar los locajos de una piara de ovejas y el canto de un gallo a primera hora de la mañana, pero vivir todo el año en el campo, aparte de incómodo, no es rentable. —Perdone que se lo diga, pero a la Administración no le gusta que alguien viva en el campo, y las leyes que aprueba sólo sirven para molestarle, cuando, a ver si se enteran en los despachos, el hombre de campo da más vida que la que pueda quitar. Y de hecho, desde que lo abandonó por el pueblo o la ciudad, hay menos de todo.
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