Comer lo cazado

Yo siempre me he comido lo que he cazado o han cazado otros, y quitarle la piel a un conejo o despiezar un jabalí forma parte del ritual cinegético. Y toda la cuadrilla lo hace porque aprendieron de sus mayores, pero la chiquillería no muestra el mayor interés en aprenderlo.


El día de la apertura, a la hora del reparto, uno de los chavales sacó del chaleco una liebre con tripas y totalmente sudada, como si la hubieran lavado en una lavadora. La echó en el montón de piezas con cierto asco y desprecio. Me fui hacia él y le dije que desbarrigara la liebre, que eso había que hacerlo nada más cazarla y luego llevarla colgada un tiempo para que se aireara, y luego ya fría meterla en el chaleco. Miró a su padre buscando su aprobación, pero éste desvió su mirada. El chaval, un poco descolocado, se me encaró: — Tío Calañas, si hago eso me mancho los pantalones de sangre y la camisa cuando la meta en el chaleco. — Pues la dejas en un chaparro, sin tripas, para recogerla luego, porque ahora cualquiera se come esa liebre, con tripas, fermentada en tu chaleco, y más si ya está reventada del tiro. — Y eso qué más da, si casi nadie come caza. — Yo sí, es más, procuro que toda la carne que como sea de caza, que sé libre de hormonas y antibióticos. Bueno, si me toca tu liebre, a lo mejor no la como. Otro de los zagales presentes salió en defensa del amigo: — Tío Calañas, en las monterías ya nadie se lleva la carne, sólo los trofeos. — Pues muy mal, yo me llevaría carne, y si el trofeo es bonito, también, pero la carne es sagrada, al menos para mí. Recuerdo mis primeras monterías cuando todos los bichos abatidos se descuartizaban, se hacían partes y se repartían entre los monteros. Carne ya lista para cocinar, un acto que mantenía ese rito antiguo, homenaje a nuestros antepasados y que en parte justificaba la cacería. Ya sé que hoy todo es distinto, que ya no hay esa necesidad de carne, que trozos de carne ensangrentada no pega en nuestras modernas cocinas de diseño, y que desgraciadamente no sabemos qué hacer con ella, aunque todos seamos ahora muy cocinillas. Ahora sólo importan los cuernos y los colmillos para presumir de no sé qué, y la carne se vende a empresas que la manipulan y después venden a precio de oro, al parecer en mercados europeos, porque saben lo buena que es en todos los sentidos. — Ahora todo el mundo va muy deprisa y no tiene tiempo de esperar a la carne; además, con esa carne muchas orgánicas financian los gastos de las monterías. — No la esperan porque no la quieren, cuando es la mejor opción en los tiempos que corren, donde la carne está llena de hormonas… de mierda. Si supieran lo sana y buena que está la carne de venado o jabalí en un potaje, o en salsa, todo el mundo la esperaría. — Es que casi nunca existe la opción de la carne. — Pues debería existir, o ya que se vende a empresas manipuladoras, que estas empresas den lotes de carne a quien lo exija. Voy más allá, ya que la gente no sabe qué hacer con la carne, que den productos ya cocinados o enlatados. «Qué tal la montería. Nada, pero me han dado dos latas de carne de venado en salsa que quita el sentido, o dos chorizos de jabalí y venado que no lo encuentras en ningún mercado». Como son otros tiempos y existe esa posibilidad, que se haga. En el fondo es perpetuar ese ancestral reparto de la carne en un tiempo que escasea la carne sana y de calidad. Así la consecución de la carne, de carne de verdad, seguirá siendo uno de nuestros mejores argumentos cinegéticos y un homenaje a nuestros antepasados y a esos animales abatidos. «Qué tal el ojeo. Tiré mal, pero me han dado cuatro latas de perdiz escabechada que vamos a degustar pronto en una cena. Apúntate con la parienta». ¿No es mejor que la caza, la mejor carne del mundo, acabe degustada entre amigos?
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