Malditos sean

Ojeó el periódico de la mañana y se dio de bruces con la cruda realidad: «Detenido un cazador por matar un águila imperial». Cuatro columnas en el diario.


—Maldito sea —murmuró mientras sintió que se le atragantaba el primer buche de café. Pensó que es imposible saber cuántos linces, ciervas, buitres o águilas se abaten cada día en España sin que trascienda la noticia. Trató de imaginar el gozo de los asesinos, la mala fe con la que perpetran sus crímenes premeditados, la saña… El café amarga. «Malditos sean». A él le encantaría tropezarse con alguno de ellos en el campo un día cualquiera, sorprenderlo antes de apretar el gatillo. Seguramente, huiría acobardado. A él le gustaría ver el rostro del criminal, saber su nombre y sus apellidos. Y denunciarlo. Pero le amarga saber que en el periódico —y luego en la radio y en la televisión— al asesino lo llamen cazador. ¿Qué es entonces un furtivo? Le molesta que pasen estas cosas. La culpa será de la ignorancia. Apura el café —amargo ya— y se mete en el coche. Llueve. Se lleva la mano al muslo. Cuando cambia el tiempo, se resiente de la vieja herida. Dichosa quemadura, que se hizo aquel verano del 93 cuando lo del incendio. «El monte ardía —piensa ahora— y sólo acudimos los cazadores». Ellos sí que lo son. Los otros, furtivos sean. Y malditos.

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