«Soy un cazador que escribe…»

El mar tostado de pajas y barbechos, grisea con la bruma esta mañana. Un manto esponjoso de sollozos y suspiros contenidos empapa el surco y rocía los terrones… ¡Qué tristeza tan sola!


Te has marchado, maestro. Has tomado el camino del poniente, por detrás de esa loma polvorienta cresteada de cipreses alargados, y te has ido. Vas en busca, lo sé, del retrato rojo en gris que tanto añoras. Vas en busca de Mario y de Sisí, de Nacho, el Mago, y del rastro imposible de los sueños que siempre nos desparramaste. Te has marchado, sin mortaja ni equipaje, caminando a paso corto y taciturno, reojando, por si acaso, se apeonan tus perdices y un conejo despistado. Llevas, que lo sé, la escopeta terciada sobre el hombro, y tu estampa, ya esbozada sombra que se aleja, se recorta vanidosa sobre el cielo castellano. Alfombran tu vereda gramas y te aroman purpúreas sangrecristas y correhuelas que pintonean el mullido chafardal que tiempo atrás hollaste con tus albarcas. Porque tú, querido maestro, fuiste de los sencillos, te calzaste con peales y con pana con remiendos. Fuiste del cachopán sin onza de chocolate, de tocino peleón y de vino de pitarra; de sal y sed sudorosa en la boca de los justos. Fuiste la voz del silencio, el lamento del que sufre, el rezo exiguo del harapiento y el alma del olvidado. Fuiste palabra en las manos y araste sobre la tierra para sembrarla de versos, de romances de esperanza e ilusión en el hermano. Y te vas y nos dejas, padre de lo hermoso, huérfanos de poesía; incluseros de la luz pajiza de los trigales, mendigos de la palabra humilde y hambrientos de tu verbo grácil, afable y campechano que en la tierra madre pariera sus más fértiles frutos. Te vas y nos dejas solos, sin aquellas miradas limpias que forjaron de niños las nuestras, aquellos ojos grandes del Nini oteando las risas de los pájaros tras el triste ladrido achacoso de la Fa entre los juncales. Sin aquella risa inocente del Azarías –¡Milana, bonita!– y el dolor-aullido de la Niña Chica. Sin el fato imposible de Paco, el Bajo, ni el resuello tenaz de la Régula en la Raya. Hoy, más que nunca, ese mar tostado, el tuyo, de pajas y de barbechos, se mece, cansino y melancólico, entre brumas y silencios. Baja por la cresta de la loma polvorienta un susurro tibio de armonía. Se desgaja de la niebla vaporosa el tañer de la campana en la espadaña. Castilla, la madre adusta, austera hasta en sus sombras, se cubre con el velo negro de la negra pena. Llora de ti sus memorias, sus evocadas glorias de otros tiempos, ya ancestrales, llora de ti sus esbozos y la historia oscura, perdida, de sus hijos. Llora por ti, mi maestro, la viudez de tu palabra y su eterna soledad. ¡Qué pena tan sola! He sentido, maestro, a la fresca de la vera del camino, el dulce soniquete de la turutaina –más dulzaina en tu tierra que en la mía– de Agapito Marazuela, que esperaba tu paso para acompañarte en tu caminata por los pagos castellanos. ¡Buen viaje, maestro!
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