Después de barrer por enésima vez la monotonía de la tundra con los prismáticos, detuve súbitamente el mecánico movimiento de mis brazos. En el lado opuesto del lago Twin, un diminuto bulto blanco rompía el oscuro gris imperante producido por millones de kilómetros cuadrados de liquen. Estaba seguro de que un minuto antes esa mancha no estaba en el centro de ese prado. «Bárbara, hay un big bull al otro lado del lago». Ella, a mi vera, oteaba en otra dirección y se acercó para intentar divisarlo…
Jordi Figarolas | 11/02/2009
Era nuestro último día de caza en el Gran Norte de Québec. La mañana siguiente, si las condiciones lo permitían, algo nada claro, el viejo De Havilland amerizaría para trasladarnos al campamento base tras hora y media de endemoniado vuelo. De allí, dos horas más de avión para regresar al confort de Montreal, que se encontraba a más de 2.500 km al sur de la colina que nos albergaba. Eso, si el tiempo lo permitía. Si una cosa hay segura en esta experiencia de caza es, precisamente, esto: que nada lo es. Las últimas noticias que teníamos de la base es que hacía tres días que varios cazadores estaban esperando poder salir hacia los campamentos de caza, sitiados por el viento y la nieve.
La aventura había comenzado varios meses atrás. Yo diría que varios años antes cuando en una noche de vino y rosas hablamos con Bárbara de subir alguna vez al Gran Norte para ver las auroras boreales. Esa romántica idea había ido perfeccionándose hasta tomar forma con la coletilla que añade el nemrod a todo viaje: «y de paso, podríamos ir a ver qué se puede cazar por allí arriba». Y, allí arriba, el dueño del cotarro es el caribú de Barren Ground.
—¿Lo ves? Aunque están al menos a dos kilómetros, al otro lado del lago, se pueden distinguir varios machos, y dos de ellos tienen el manto completamente blanco. Debe haber algún trofeo.
—Sí, se dirigen a cruzar el lago por el vado más estrecho, donde hacen pie. Con este viento no se atreven a nadar.

Los caribúes se desplazan a una gran velocidad, son como fantasmas grises en constante movimiento, que pueden aparecer cuándo y dónde menos te lo esperas.
—Vamos a bajar hasta ese vado y les cortaremos cuando hayan cruzado.
—Jordi, no hemos estado nunca en esa zona y están llegando continuas tormentas de nieve. Podemos llegar y que la nevada nos impida ver o perdernos.
—Bárbara, quedan menos de tres horas de luz y mañana nos vamos. Si quieres tu segundo caribú hay que bajar. Si conseguimos llegar antes que ellos, vamos a encontrar un buen macho.
El caribú choricero
Ahora que el último atardecer se nos echaba encima, teníamos la posibilidad de cambiar la mala fortuna de Bárbara. Su primer caribú, al que jocosamente bautizamos como de tipo choricero había sido un machete de un par de años. Era el tercer día y la había dejado en un paso estratégico para intentar el rececho de un enorme oso negro que localizamos con los prismáticos a varios kilómetros de distancia. Cuando había recorrido la mitad del camino, perdí al gran negro de vista y decidí regresar. A medio camino oí un tiro y pensé que Bárbara habría hecho carne. Al llegar, me encontré una desagradable sorpresa. Había visto llegar un pequeño grupo de animales jóvenes y decidió tirar al mayor, pese a que no era un trofeo. El tiro fue trasero y el animal se fue pinchado, dejando un rastro de sangre. Mi cazadora lo había desmadejado, gota a gota, metro a metro, regresando sobre sus pasos en el momento en que perdía la pista. Finalmente, tras más de dos horas de rastreo, lo encontró muerto a más de un kilómetro del tiro. El guía no daba crédito: «Cualquier otro cazador, viendo que no era un trofeo, habría abandonado la búsqueda y reservado su permiso para otro». Bárbara estaba escandalizada, para ella cualquier pieza de caza debe merecer el respeto de, al menos, intentar ser recuperada.

El transporte hacia las zonas de caza se hace en lancha, y por ello tanto la ropa como el calzado debe ser resistente a la humedad. Tampoco está de más llevar algún tipo de protección para el resto del equipo del cazador frente al agua.
La segunda oportunidad
La enésima tormenta de nieve nos cubrió y perdimos de vista al grupo de animales. Bárbara no estaba muy segura de bajar a cortarles el paso, pero yo estaba convencido de que era la única oportunidad para intentar su segundo animal, pues los caribúes se desplazan a una gran velocidad. Sabía, por lo que había observado esa semana, que disponíamos de poco tiempo y, a pesar de que la distancia que debían cubrir era más del triple de la nuestra, si no bajábamos inmediatamente cruzarían el vado antes y perderíamos cualquier chance de tirar.
Hasta el momento, todo había salido bastante bien, aparte de las tormentas de nieve y los temporales de viento que habíamos sufrido debido a la cola del huracán Ike, que dos semanas antes había arrasado la costa del Caribe y, ya sin tanta fuerza, había llegado al Gran Norte. Los demás compañeros habían conseguido sus dos caribúes a excepción de José, que esperaba encontrar el big bull que le permitiera superar en calidad el ya buen trofeo que había abatido el tercer día. Yo tenía también mi cupo, dos buenos machos representativos, uno de ellos con un pelaje totalmente blanco que al localizarlo me hizo pensar que estaba delante de un enorme trofeo. Finalmente, no pasó de tener una cuerna correcta.

En una misma mañana, en el Gran Norte podemos encontrarnos las cuatro estaciones del año, pasando del calor a las nevadas repentinas y fuertes vientos, por lo que es casi imprescindible el uso de ropa técnica resistente a las inclemencias del tiempo.
«No perdamos más tiempo en discusiones sobre mi evidente falta de lucidez. Ya no hay tiempo para pensar. Hay que ir a por ellos». Tomamos el rifle y el trípode y salimos al descubierto. El viento del Gran Norte nos azotó la cara. Cubiertos con las capuchas de nuestras chaquetas, enguantados y tapados completamente, a excepción de los ojos, empezamos el descenso en busca del probable paso de los animales. Todo iba bien hasta llegar al fondo de la ladera. El bosque de viejos abetos que debíamos cruzar se elevaba sobre un gran humedal. Era imposible tomar un camino derecho a nuestro objetivo. Constantemente debíamos evitar árboles caídos, ramas y, sobre todo, el omnipresente liquen empapado de agua que, a menudo, escondía pozas, charcas y pequeñas trampas de fango donde podíamos dejar clavados los pies. Con agua y lodo hasta la rodilla, la impermeabilidad de mis botas había sido superada con creces. Notaba los pies helados, y pensaba que Bárbara, que intentaba seguir mis pasos, debía estar pasándolo aún peor. La única buena noticia era que en el interior de ese lúgubre bosque la intensidad del viento era mucho menor.
Tras más de media hora emboscados y sorteando obstáculos, un aumento de la luz nos indicó que, si no habíamos equivocado la dirección de la marcha, estábamos llegando al claro donde habían pasado las dos manadas de hembras y, por tanto, donde sospechábamos que se dirigían los machos. Indiqué con mi mano a Bárbara que se apresurara, había perdido toda noción de la distancia y no tenía ni idea de si habíamos llegado a tiempo o el grupo de machos ya había cruzado. Salimos del bosque y descubrimos que, en realidad, el claro no era sino el lecho de un riachuelo que vertía sus cristalinas aguas en el lago Twin. No tendría más de tres metros de ancho y medio de profundidad, pero todo su lecho era pantanoso, haciendo imposible cualquier intento de avanzar. Mientras Bárbara me alcanzaba, busqué con celeridad un sitio donde escondernos para esperar la manada, pero ya no quedaba tiempo. Entre los árboles de la otra orilla, a menos de doscientos metros de nosotros, vi salir el primer animal. Me agaché, al momento que plantaba el trípode y dejaba espacio para que Bárbara se situara, a la vez que, con los prismáticos, intentaba comprobar si era el gran macho blanco que habíamos visto: «Es un animal joven de pelaje gris, no tires. Los demás deben estar por salir».

A pesar de estar en la segunda semana de septiembre, los machos aún no habían perdido la borra en su totalidad, debido a las especiales condiciones meteorológicas de esta temporada de caza.
Ella, que había apoyado el rifle y lo estaba metiendo en el visor, ya se había dado cuenta. Al instante, apareció el big bull. Lo observé con detenimiento mientras salía del bosque y ganaba el lecho del río. Porte gallardo, pecho henchido, manto casi blanco, un animal imponente… La cuerna era altísima y muy abierta, con un gran arco, aunque desgraciadamente asimétrica. Una de las paletas sólo tenía una punta, mientras que la otra gozaba de varias astas. Se trataba, de todos modos, de un buen trofeo. Por el rabillo del ojo vi salir otro macho joven acompañado de una vieja hembra, también blancuzca, e interpreté que el gran macho de la manada era ése.
«Cuando lo veas bien, tira, es el mejor del grupo». En el momento en que el animal nos daba todo su costado, el .338 tronó en la tundra, despidiendo el único sonido artificial en cientos de kilómetros a la redonda. El caribú se tambaleó durante unos segundos, cayendo sobre sí mismo. Bárbara saltó de júbilo y se abrazó a mí, lo habíamos conseguido. Como pasa muchas veces en la caza, la locura se había impuesto a la razón, lo visceral a lo cerebral, el riesgo controlado a la prudencia. Habíamos jugado nuestra última carta y habíamos ganado.

Es muy importante saber que los hidroaviones que nos llevan a los cazaderos tienen limitaciones estrictas de peso. No podremos exceder los 22 kilos de equipaje por cazador, por lo que cualquier ahorro en este aspecto nos será muy importante a la hora de preparar nuestros utensilios sin tener que dejar nada en tierra.
Rebosantes de alegría, nos dirigimos a recuperar el animal abatido, al tiempo que llamábamos a la base por el walkie para darles nuestras coordenadas y que nos vinieran a echar una mano. Fue entonces cuando el Gran Caribú, el macho alfa de la manada, salió del bosque. Aquel sexto sentido del que hacen gala las viejas piezas de caza le indicó que todo había terminado. Su vida no corría peligro. Nos observó unos segundos, como diciéndonos con la mirada que había vuelto a ganar la partida a la muerte. Me pareció que miraba al suelo donde su escudero, la víctima de su astucia, yacía inerte y sin vida. Y girando la cabeza para, sospecho, mostrarnos su descomunal cuerna, se internó de nuevo en el bosque al galope, en busca de la manada que se había desperdigado, para proseguir su interminable ruta por el Barren Ground, donde estaba condenado a vagar, huyendo eternamente del glacial invierno, el resto de sus días.
Texto y fotos: Jordi Figarolas
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